Si nos fijamos bien, constatamos que los niños pequeños tienen un sentido del asombro realmente admirable y sorprendente ante las cosas pequeñas. Los detalles que forman parte de lo cotidiano. El ruido que hace el papel de embalaje de un regalo, la espuma del baño que se les queda pegada en los deditos, las cosquillas que hacen las patitas de una hormiga en la palma de la mano.
Este sentido del asombro que poseen los niños, es lo que les lleva a descubrir el mundo. Las cosas más sencillas llevan a los pequeños a aprender, a satisfacer su curiosidad, a ser autónomos. Es dejar que nuestros niños acerquen la mirada hacia la cerradura de una puerta que da al mundo real.
Educar en el asombro es una filosofía de vida, una forma de ver el mundo que amplía los horizontes de la razón. Es reconocer que nuestros niños tienen una naturaleza propia a la que debemos ser sensibles, estar atentos, respetando sus ritmos, sus necesidades básicas y, sobre todo, sus capacidades.
Recordad: el niño no es un adulto pequeño e inmaduro. Hasta que deje de ser niño, es y será un niño.